Bola de fuego: Uno de los hechizos más antiguos y primigenios utilizados por la humanidad. Los elfos siempre lo han interpretado como un tipo de magia bastante menor y casi pueril. Si no sabes lanzar una pequeña bola de fuego no mereces llamarte mago y casi ni mereces llamarte elfo. Aun así, este pequeño hechizo fue lo que hizo que su pueblo se erigiera como el dueño del mundo mucho antes que los humanos salieran de las cuevas en las que vivían. Los enanos nunca han tenido la menor preocupación por este hechizo pues tienen su propia forma de hacer fuego que no comparten con otras razas. Los Hombres Lagarto lo veneran, y tienen en muchas de sus Ciudades Templo un altar en el que siempre hay un Chamán eslizón anaranjado vigilando que nunca se apague y hay Slann que solo pueden ser iluminados por fuegos creados mediante la magia. Los humanos, por el contrario lo consideraron como un fuego malvado, en el que todo lo que se cocinaba, se echaba a perder y solo apropiado para gente de mala calaña.
La verdad es que pocos humanos
llegaron a controlarlo antes de la creación de los Colegios de la Magia pese a
ser un conjuro bastante sencillo por culpa de prejuicios y supersticiones y aun
hoy día, en los pueblos más apartados y recónditos del Norte, de Middenheim o
de lo profundo del Drakwarld más te vale que te vean bien cómo has encendido el
fuego, sobre todo si eres extranjero.
En Bretonia se ha visto a hechiceros
colgados porque después de encender una hoguera, se les ha registrado para ver
si tenían yesca y pedernal y no se les ha encontrado nada. Esto no es tan
extraño, sobre todo en Bretonia que son bastante paranoicos con el tema de la
magia. Por contra, en Kislev saben que cuando la nieve cae y llega el frio del
Norte más vale que puedas sacar fuego de donde sea. Los ogros también piensan
así debido a su naturaleza práctica y a la dura climatología de las montañas.
Los Panzafuegos se ganaron su puesto en las tribus gracias a que el fuego es prácticamente
lo único que puede ahuyentar a las criaturas de nieve y colmillos que acechan
en la oscuridad de las Montañas de los Lamentos.
Espada ígnea de
Rhuin: Ruhin fue un hechicero del
colegio de magia del fuego. Este hechicero era un hijo de herreros que vivía en
una forja antes de que un día consiguiera hacer (involuntariamente) que casi la
mitad de la herrería se incendiara. El padre, un hombre honrado y extrañamente
benevolente dejó al chico delante de la puerta del colegio de magia del fuego
sabiendo, las capacidades que poseía.
Este chico creció hasta hacerse
tan grande como su padre y aunque era diestro con la magia, era pendenciero y
le gustaban bastante las armas. Decidió hacerse mago de batalla y en el examen
en el que el patriarca de su Colegio presentó el hechizo con el que se podía
imbuir las espadas con el fuego. En su primera misión, fue enviado junto con un
destacamento al Drakwald a cazar Trolls y consiguió que el hechizo funcionara y
todos los soldados del destacamento llevaran unas espadas ígneas que anularían
la capacidad regenerativa de los Trolls.
Por desgracia, el chaval se lanzó
impetuosamente contra un Troll aislado pensando que podría vencerlo pero el
apestoso Troll lo derrumbó de un manotazo y se lo comió. Su hechizo fue
archivado y continuó vivo hasta nuestros días como uno de los hechizos más utilizados
por los hechiceros de batalla imperial.
Hay muchos capitanes que cuando
piden un hechicero al colegio exigen que sepa este hechizo en concreto. Los
soldados más veteranos suelen cubrir las empuñaduras de sus armas con trapos
húmedos o cuero grueso para evitar quemarse aunque versiones más modernas del
hechizo han conseguido que el fuego de las espadas no quemen a los soldados que
las portan. Estas versiones, aunque parecen más controladas en realidad tienen
una probabilidad de fallo alta.
Es recordado con gracia el asalto
a la tribu orca de los Piñoz rotoz por parte de un regimiento de espaderos armados
con espadas llameantes. El hechicero que lanzó el encantamiento, en su celo de
hacer que el fuego no dañe a los guerreros consiguió que el fuego no dañara a
nadie, ni a amigos ni a enemigos. Por suerte los orcos salieron huyendo
asustados por los guerreros llameantes que se lanzaban a la carga contra ellos.
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