lunes, 26 de febrero de 2018

Final de la Fase 2: Cónclave del Orden.


Un fuerte aguacero caía sobre la costa de la reconstruida ciudad élfica de Tor Tal-Harin, golpeando contra muros y rocas que tan solo habían conocido el silencio durante siglos. Sin embargo, aquella noche, las huestes de Enanos y Elfos se guarecían juntas –aunque no revueltas– bajo los mismos techos, al abrigo del viento y la lluvia. Las casas bullían de vida, la luz de las alegres chimeneas atravesaban las ventanas y, en el interior de las casas y las tabernas improvisadas, la luz, la música y las historias se filtraban dolorosamente hasta los guardias que patrullaban las calles y las murallas. Cada enano, cada elfo y cada elfa, sabía que la campaña marchaba bien; habían ganado tiempo para levantar las defensas de la ciudad y sus alrededores, así que entre vaso y vaso de cerveza enana y vino élfico muchas voces se preguntaban cuál sería el siguiente paso de sus generales. ¿Pero dónde estaban sus líderes en aquella noche tempestuosa? A muchos metros bajo los pies de los soldados, cinco figuras observaban con detenimiento los símbolos que brillaban sobre la puerta de la cámara. Al otro lado, les esperaba el artefacto de los Ancestrales y quién sabía qué más secretos. Entre las sombras, un nutrido grupo de adeptos de la Torre Blanca de Hoeth entonaban cánticos de poder cuya finalidad era alimentar los hechizos con los que Arathar intentaba romper los sellos de aquel umbral olvidado. 

–¿Y bien? ¿Por qué no bajamos unos cuántos cañones y comprobamos la resistencia de este metal? –propuso Úlfgar el Carnicero. Tras el enfrentamiento con el hechicero ogro, al cual había sobrevivido de milagro, su cara presentaba un color ceniciento, como si hubiesen estado a punto de arrancarle la fuerza vital del cuerpo. Por suerte, el Matador tenía más energía que la mayoría de enanos del Viejo Mundo. 

–Porque seguramente no le haríamos ni un rasguño... –contestó Grungthan, el Señor de las Runas de Barak Varr– Estas puertas superan todos nuestros conocimientos... Quienes las construyeron no diferenciaban entre tecnología y magia, empiezo a dudar si podremos abrirnos paso a través de ellas.

–Tened fe, compañeros –les animó el Príncipe Astrohz–, en mis largos años he visto hacer a los hechiceros de Hoeth cosas que consideraba imposibles. Encontrarán la manera. 

–En cualquier caso, debemos tomar una decisión –dijo Finulein– ¿defendemos la ciudad y la costa o buscamos a nuestros enemigos en el interior? 

–Por supuesto, debemos salir a buscarlos –sentenció el Príncipe Lindir de Caledor–. No pienso esperar tras tus muros, Finulein, a que mis caballeros mueran de aburrimiento. 

–Debemos ser prudentes, Lindir –contestó la elfa–. Un solo error puede arrebatarnos la ventaja que hemos conseguido. 

–Aún así el muchacho tiene razón –intervino Grungthan–, les hemos golpeado con más fuerza de la que esperaban. Tenemos la iniciativa, así que creo que no deberíamos darles ningún respiro. Que el desanimo y la discordia continúe haciéndoles mella. 

–Si –repuso Úlfgar–. No te acostumbres, principito, pero creo que tienes razón. 

–Sea así –dijo Astrohz–, dejaremos a la Guardia del Mar de Lothern la custodia de Tor Tal-Harin y sus aguas, mientras avanzamos con nuestras huestes tierra adentro. Buscaremos y derrotaremos a nuestros enemigos por separado, ya que nos superan en número.

–No te preocupes, enano –comentó Lindir diriéndose al viejo Matador–, encontraré al que te ha dejado en este estado y le daré su merecido. Tal vez tengas la oportunidad de aprender algo sobre el Arte de la Guerra cuando vuelva para narrarte mi victoria. 

–Tal vez, cuando acabe esto, tenga la oportunidad de partirte esa cara tan fina que tienes... 

El noble de Caledor se alejó del grupo, hacia la superficie, dejando tras de sí una torva carcajada. Frente a la puerta quedó el resto de guerreros, tan preocupados por la marcha de la campaña como por lo que escondería aquella gigantesca puerta. Aún quedaban muchos enigmas que resolver y más enemigos que derrotar, pero todos sabían que allí fuera las huestes oscuras no tenían unas murallas sólidas tras las que defenderse y que, seguramente, aquella noche sus ejércitos pasaban frío y dudaban de sus líderes. Con un poco de suerte y alguna victoria más, la afilada espada de la duda les heriría con más crudeza que los aceros de Tor Tal-Harin. Y entonces, no antes, la guerra estaría decidida. 


Autor: Ximo Soler

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